lunes, 30 de mayo de 2011

Lluvia en la Moraleja

José Luis Alvite 
 
Hay pocos elementos tan literarios como la lluvia, hasta el punto de que cualquier párrafo mediocre puede mejorar si uno acierta a colar una frase en la que descarguen las nubes. Supongo que los editores conocen el valor literario de la lluvia, aunque se comprende su malestar por el aguacero que deslució la jornada inaugural de la Feria del Libro en Madrid. Es cierto que la lluvia que dispersa a la gente y vacía las calles es la misma que abarrota los cafés, pero no es buen negocio si se trata de que la gente acuda al Paseo de Coches del Retiro. Es obvio que la lluvia que vacía las calles con su toque de queda es menos agradable que si solo descarga por escrito en una novela o resbala como a ganchillo por la pantalla del cine. El viernes almorcé con mi editor, Alejandro Diéguez, en compañía de Lorenzo Díaz, el sutil colega de Onda Cero que sabe en lo que piensa incluso la gente que casi con toda seguridad yo diría que no piensa en nada. Nos instalamos en la terraza de La Máquina, en La Moraleja, y el agua nos obligó a guarecernos en el porche del restaurante. Fue una evacuación ejecutada por los responsables del negocio con esa diligencia sin prisas que siempre nos parece un recurso a la medida de la capacidad exclusiva de los ingleses para convertir en sublime protocolo las angustiosas vicisitudes de cualquier tragedia. Lorenzo no se inmuta casi por nada, así que en medio de la tempestad organizó el menú y moderó luego una sobremesa en la que hablamos de todo, incluidas unas cuantas referencias a la inútil e impagable belleza de entretiempo de esas mujeres ricas y ociosas que pisan con la numismática huella del dinero, exquisitas e inabordables, como suaves tacadas de Cartier engarzadas en el aliento de un galgo sobre un tapiz de seda. A mí me gusta mucho cuando Lorenzo Díaz me trata de usted para establecer un cierto clima de objetividad sociológica en la conversación, depone la cubertería sobre el plato del arroz a banda e introduce una pausa para que se escuche –como una baza de aire, como un full de seda– el aleteo oleoso de los gorriones húmedos picando en el suelo el pan desdentado por la lluvia. Con tanta agua en la calle no quedan mesas libres en el restaurante y sin embargo no hay ruido porque la gente rica mastica en off. Lorenzo hace otra pausa mientras los gorriones se llevan las migas a los setos y en medio del silencio se desliza, como un velero de piqué, una de esas deslumbrantes mujeres de mundo en cuyos cuerpos de alta costura incluso se convierte la lluvia en ropa. Y yo supuse que para alguien como ella mi sonrisa solo sería la firma de un mendigo en un cheque sin fondos.

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