miércoles, 7 de agosto de 2013

Dositeo Carballal (In memoriam)

por Gonzalo Pontón en www.pasadopresente.com
 Si la terre est couverte d’erreursc’est  moins la faute de l’homme que des choses                                                                                   DIDEROT
 

De todas las vidas de la vida,  una de las más quiméricas ha de haber sido la del gallego Dositeo Carballal, de cuyo nacimiento en Tuimil, una pedanía del condado de Monforte de Lemos, se cumplen hoy trescientos años cabales.  Hijo del chantre de San Vicente y de una bretona curandera y ama seca,  Carballal fue instruido en latines por su padre con el fin de venderlo a la comunidad benedictina del Real Monasterio de San Xulián de Samos por 320 reales cuando el rapaz cumpliera los trece años.  Carballal en Samos fue mozo de mulas, pescador de percas, cazador de corzos y, como fámulo de fray Estanislao, bibliotecario y botánico del monasterio, curador de las moreras blancas y sexador de gusanos de seda. Fray Estanislao era muy respetado en San Xulián porque había sido el encargado de ajustar el cilicio todas las mañanas al padre Feijóo,  cuando  este se ordenó  de sacerdote en Samos, cosa que fray Benito agradeció mencionándole en una de sus Cartas eruditas y curiosas.  Tenido por santo y loco, fray Estanislao contó a Carballal que, como él,  era natural del reino  de Galicia, de un pueblo llamado Dobromil, muy parecido al suyo,   cuyo señor era el abad  del monasterio benedictino de Sambos, junto al río Oribioskr, y que su país era el espejo negro  del de Carballal.  Se había refugiado en Samos años atrás tras desertar del ejército del archiduque Carlos de Austria, forzado a la milicia cuando acababa de hacer los votos mayores.  Feliz por los conocimientos de latín del muchacho (y de su francés natal, desde luego), fray Estanislao, mermado por la ceguera, cedió, primero, la custodia de la biblioteca a Carballal, donde este halló las obras de Regnault de Segrais, de Desmarets de Saint-Simon y de Cyrano de Bergerac, pero sobre todo los cinco libros de Gargantua et Pantagruel, del benedictino Rabelais, que Carballal leyó y releyó,  incansable, durante años. Más tarde, fray Estanislao, le confió sus conocimientos sobre los injertos en flauta, hechos de madera de negrillo,  que evitaban que las moreras del Courel se helaran en diciembre.  Poco antes de morir, cuando Carballal ya había cumplido los veintitrés años, le confió el secreto y le preparó una bolsa con semillas, esquejes y grandes capullos de seda encomendándole que viajara  a la otra Galicia donde, sin duda, se haría rico, pues allí las moreras sucumbían por el frío de los Cárpatos.
Carballal abandonó Samos el día de la Virgen de agosto de 1736 para  unirse a un grupo de peregrinos franceses que regresaban de Santiago y que le tuvieron por paisano. Tres años le costó al muchacho llegar a Dobromil, donde, al buscar la casa de fray Estanislao, solo encontró un acantonamiento de soldados rutenos.  Al ser preguntado por su nombre, el sargento de guardia entendió  “Karl Ballach”; es decir, un alemán, seguramente prusiano, aunque también podía ser austriaco, cosa que Carballal no estaba en condiciones de aclarar por su desconocimiento de la lengua rutena.  Ante las dudas fue detenido inmediatamente para ser trasladado a Viena. Recordando las enseñanzas de fray Estanislao,  Carballal/Karl Ballach consiguió escapar arrojándose al Vístula en los bosques de Oszwietsim y se adentró en la Alta Silesia donde fue acogido en Strzelce Opolskie por la familia husita de los Szlasky. Allí pasó casi un año de invasión prusiana hasta que  fue detenido por los guardias del voivoda de Opole, acusado de ser un espía austriaco y enviado en cuerda de presos a Berlín. Dejaba embarazada a  Ania, la hija de la familia que le acogió,  e iniciaba una progenie que, por esas raras casualidades de la investigación histórica, Simon Schama certificó al descubrir que un descendiente de Carballal, Karl Heinz Ballach, obergefreiter del Tercer Reich,  fue muerto en Holanda y está enterrado exactamente en Monfoort de Lemborg. Cuando el fiscal del rey supo que Carballal cuidaba moreras, lo envíó inmediatamente a presencia de Federico II, quien había dictado normas severísimas en todo lo concerniente al arte de la seda, que consideraba secreto de estado.  Llevado a la presencia del rey, este le inquirió severamente: “Wer bist du? Wie heisst du? Carballal, aterrorizado, solo acertó a musitar en voz baja: carballal.  “Ah! Bon. Cavaignac! Français et peut-être lyonnais!”  exclamó Federico, encantado de  tener ante sí a un súbdito francés tal vez un canut. El rey le preguntó qué sabía de moreras, que él había hecho plantar a su ejército por todo Brandenburgo,   y “Cavaignac” le explicó que conocía el secreto de los esquejes de las ulmáceas que debían injertarse en flauta en las moreras durante el mes de abril para impedir que se helaran en invierno.  El rey  hizo llamar entonces  al presidente de su Academia  de Ciencias, Pierre-Louis Moreau de Maupertuis,  a quien confió a “Cavaignac” encargándole que plantase y cuidase un jardín de moreras en  los terrenos destinados a su palacio de verano de Sans Souci y le concedió una modesta pensión inicial. Cada vez que el rey visitaba los desmontes de Sans-Souci, mandaba llamar a Carballal/Cavaignac para poder practicar un buen rato con él  la lengua que más amaba  ante la creciente irritación de Maupertuis. Le maravillaba la capacidad de Cavaignac para recitar fragmentos enteros del Gargantúa, aunque Federico prefería Thélème, porque la carta de Gargantúa a su hijo le traía funestos recuerdos de su desalmado padre. De aquellas conversaciones, nació una ambigua amistad que fue afirmándose en el tiempo: Federico le nombró  königliche Begleiter, más tarde chambelán de la corte, le concedió la llave de plata sobredorada y la nacionalidad prusiana y lo llevó a vivir con él al complejo de Potsdam donde fue conocido por todos como el französische von Katte del rey. Allí Federico le presentó a La Mettrie, a Baculard d’Arnaud y a cada philosophe que acudía a visitarle. De modo que no es de extrañar  que cuando Voltaire llegó a Berlín en julio de 1750, Federico se apresurara a poner a Carballal/Cavaignac a su servicio. No hubo dos hombres que se entendieran mejor, sobre todo a partir del aborrecimiento que ambos sentían por Maupertuis,  en el que eran ampliamente correspondidos,  y que sellaría una amistad de por vida. Voltaire continuó escribiendo  en Berlín el libro que había empezado diez años antes con la ayuda de Carballal, quien escribía El siglo de Luis  XIV al dictado de su amigo.  Cuando la tensión entre Federico el Grande y Voltaire estaba a punto de estallar por el enfrentamiento con Maupertuis a causa del affaire Koenig, Federico pidió a Carballal, durante un petit souper presidido por el cuadro de la magnífica priapea de Pesne,  que leyera  para su hermana Guillermina, para Voltaire y para el “Dr. Akakia”, un  pasaje concreto (el de la página 167) de su libro Le Palladion, donde el gallego se vio representado en el premier rôle aunque enmascarado tras el nombre de Darget. Carballal levantó la mirada y se encontró con la burlona del rey, quien dirigiéndose a los comensales afirmó con fingida seriedad que nunca había conocido mejor greffier que Cavaignac, quien palideció mientras Voltaire disimulaba la risa sonándose con un pañuelo de Chantilly. Fue la famosa “cena de Damocles” referida por el filósofo francés en sus Mémoires. Cuando Voltaire le confió a Cavaignac su intención de huir de la corte del tirano,   le pidió ir con él. Cavaignac huyó con Voltaire el 26 de marzo de  1753. Voltaire llevó consigo un ejemplar de la edición privada de los poemas del Salomón del Norte.  Carballal se llevó algo más: una valiosa daga calmuca y unos herretes de diamantes, pero sobre todo,  los manuscritos de la famosa Mémoire sécrète que Voltaire hizo publicar en Londres bajo seudónimo, pero cuyos derechos de autor fueron a parar a Carballal. Al llegar a la ciudad libre de Frankfurt, los esbirros de la “bestia feroz” Hohenzollern les detuvieron exigiéndoles que devolvieran los papeles del rey.  Un cretino llamado Freytag conminó a Voltaire a  que devolviera las obras de poashia del rey, cuando en realidad lo que a este le preocupaba era el manuscrito de las Mémoires sécrètes, que  Carballal, enmascarado como secretario de Voltaire con el apropiado nombre de Cosimo Collini, tenía a buen recaudo. Finalizado el “pleito de ostrogodos y vándalos” ambos amigos se refugiaron por un tiempo en la abadía benedictina de Sénones donde Carballal ayudó a Voltaire a encontrar material antirreligioso para los artículos que este quería escribir para la Encyclopédie.   Acompañó luego a Voltaire a Ginebra, pero Carballal suspiraba por París.
Amparado por una larga carta de Voltaire para Jean-Baptiste de Rond  d’Alembert, Carballal llegó a París en el invierno de 1756. Cuando d’Alembert conoció al amigo de Voltaire y de Federico II le besó, le agasajó, le presentó a sus amigos y lo llevó a la tertulia de madame de Lespinasse donde Carballal conoció al tout Paris, pero especialmente a quienes iban a ser sus amigos más íntimos: el ministro de Hacienda Joseph Foulon, el gobernador de París  Louis Bertier de Sauvigny, el editor Charles-Joseph Panckoucke y, sobre todo,  la bella Anne Condamine, esposa del alcalde de Gourdon , Jean…¡Cavaignac!  D’Alembert le propuso además que colaborara con él en la redacción de artículos para la Enclopedia con un salario de mil libras anuales. No eran, sin embargo, los mejores tiempos para la Enciclopedia: tras el atentado del  fámulo Damiens contra Luis XV, la censura se endureció y los enciclopedistas se vieron acosados.  Además, Carballal chocó violentamente con Louis de  Jaucourt porque este le corrigió su francés rabelesiano: sustituyó las eses epentéticas por tildes circunflejas sin consultarle y Carballal le llamó emmerdeur, Jaucourt le tildó de madame la frédérique y Carballal le asestó un bastonazo abriéndole una enorme brecha en la cabeza a modo de sombrerete. Aunque d’Alembert consiguió por medio de Malesherbes que Carballal no fuese detenido, el mal ya estaba hecho y Carballal tuvo que dejar sus trabajos para la Enclopedia durante unos años, que aprovechó para escribir Le  mûrier blanc: tout ce qu’il faut savoir, que, publicado por su amigo Panckoucke,  se convirtió rápidamente en un best-seller. Esa fue también la época en que su romance con Anne Condamine, veinticuatro años más joven que él,  dio sus frutos: embarazada, Anne regresó apresuradamente al Aveyron para dar la buena nueva a su marido el alcalde de Gourdon. En febrero  de 1762 nació su hijo Jean-Baptiste Cavaignac,  que con el tiempo sería constituyente y diputado por la Montaña. Carballal solo volvería a ver a Anne una vez más, pero mantuvo correspondencia con ella hasta el fin de sus días. En 1768 Panckoucke compró a Le Breton las planchas y las patentes de “droits et privilèges” de la Enciclopedia y le propuso a Carballal que entrara en el negocio como socio minoritario. Este invirtió prácticamente toda su fortuna en la sociedad, cuyo primer fruto fue una edición de 6.000 ejemplares que imprimieron en París, pero que fue confiscada por el gobierno. Theodore Besterman sostiene que esa era la edición que contenía eses epentéticas en lugar de acentos circunflejos por órdenes expresas de Cavaignac, pero es imposible demostrarlo porque la edición fue destruida. Aunque mermados por las pérdidas, encontraron un nuevo socio en Joseph Duplain con quien llevaron a cabo la famosa edición in quarto de 1777, que constó de la astronómica cifra de 8.000 ejemplares (es decir, 312.000 tomos, ya que la Enciclopedia contaba con 39).   Agotaron todo el papel de las imprentas de París y tuvieron que pedirlo a Lyon, pero la edición fue un best-seller que reportó a Panckoucke y a Carballal 1.200.000 libras, amén de otras 200.000 que le sacaron a Duplain de las muchas que este debió ganar con las suscripciones no declaradas que había hecho por su cuenta.
Carballal se instaló en el Marais, en una casa de dos plantas, compró un título de “maître d’hôtel” del rey por 100.000 libras y se dispuso a cultivar su jardín (de moreras) y disfrutar de la vida en los salones de madame Lambert.   Cuando Voltaire regresó en triunfo a París, en febrero de 1778, le ofreció su casa pero el filósofo prefirió alojarse en la del marqués de La Villette, quien también era amigo de Carballal. No abandonó ni un momento a Voltaire hasta el día de su muerte en el mes de mayo.  Fue por entonces cuando Carballal se reencontró fugazmente con Anne durante la primera representación de Irène en la Comédie Française. Gracias a las gestiones de Carballal, Voltaire fue enterrado en el monasterio benedictino de Scellières.   Carballal asistió el 14 de julio a la toma de la Bastilla, pero se disgustó profundamente al ver pasar junto a la puerta de su casa las cabezas empaladas de  sus amigos Foulon y Sauvigny. Siguió la carrera de su hijo Jean-Baptiste a través de la correspondencia con Anne, aplaudió la declaración de “la patrie en danger” y se horrorizó ante el manifiesto del comandante en jefe  prusiano Brunswick. Cuando oyó que se había formado la Comuna con más de 20.000 sans-culottes, Carballal presintió su fin:  el día de la Virgen de agosto de 1792, transcurridos cincuenta y seis años exactos desde su huida de Samos,  fue arrestado por la Guardia Nacional acusado de ser un espía prusiano y conducido a la prisión de la Grande- Force. Muertos Voltaire, Diderot y d’Alembert y huido Panckoucke, Carballal no pudo contar con valedores que atestiguaran que apenas sabía hablar alemán. ¿Quién le denunció? Los historiadores dudan en esto; pudo ser Jean Cavaignac, el alcalde de Gourdon, que estuviera al tanto del affaire de su esposa con su falso homónimo, pudo ser aún la larga mano del Alte Fritz desde la tumba o, como sostiene François Furet, el hijo de Jaucourt, quien había muerto de las secuelas de la herida propinada por Carballal. Lo único cierto es que este fue condenado a muerte por un tribunal popular, arrancado de la cárcel y linchado el 5 de septiembre de 1792 en la calle Saint-Antoine, cerca de la rue du Figuier, junto a Charles Darney, como revelaría Dickens muchos años más tarde.
Otros cincuenta y seis años después, el 25 de julio, día del Señor Santiago, en aquel mismo lugar de muerte,  una barricada revolucionaria y lo que quedaba de la cárcel de La Force, que había sido demolida en 1845, fueron destruidas a cañonazos por orden del general Louis-Eugène Cavaignac, nieto bastardo de Dositeo Carballal, gallego de nación.
 

viernes, 5 de julio de 2013

Expulsión


Atasco en Times Square


No penséis que os estoy vendiendo el cartel turístico de mi tierra si os digo que todavía hay en Galicia lugares en los que los perros ladran con la boca dentro del culo y sentimentales ancianos que tienen entre las de sus familiares la foto de un viejo roble al que cada noche le llaman hermano. A mis seguidores tuiteros les he dicho también que hay en esta tierra lugares en los que ni siquiera el humo ha visto alguna vez el fuego. No sabría como demostrarlo, pero es rigurosamente cierto. Tan cierto como que en algunas playas solitarias deja a veces la marea el correo póstumo de los náufragos. Créeme que no exagero, amigo mío, si te digo que he visto en la costa unos cuantos de esos lugares apartados en los que con el relente de la noche cruzan la carretera la maleza, el viento y una tamborrada de caballos con el aliento esmerilado en una niebla pelirroja en la que se presiente la placenta del fuego. Recuerdo que una noche me perdí circulando por carreteras secundarias y en el requesón de una bruma espesa se me cruzó un taxi amarillo de Nueva York. Lo conté al amanecer en un bar de aldea y al tipo que lo regentaba sólo le extrañó que el dichoso taxi no fuese de Chicago. Dijo que, «por lo visto, emplearon un asfalto americano al reparar la carretera y ocurren cosas así desde entonces». Parecía un tipo tranquilo. Le pedí el periódico del día y me dijo que allí el periódico del día era el de unos cuantos meses atrás, así que «estamos en diciembre, de modo que si quiere usted el diario de hoy, será mejor que me lo pida en julio». En aquella ocasión volví a casa con dos días de retraso. No hubo problemas. En Galicia todo el mundo sabe que cuando alguien llega tarde de madrugada a casa, será porque había atasco en Times Square...

domingo, 30 de junio de 2013

Ja­vier Tomeo, ami­go y ve­cino

Joan de Sagarra

Tomeo era un ti­po ra­ro, pe­ro to­dos le que­rían, en es­pe­cial los ni­ños, que le ado­ra­ban No to­do el mun­do pue­de per­mi­tir­se el lu­jo de te­ner de ve­cino y ami­go a un es­cri­tor ex­cep­cio­nal. los 80. Javier había nacido en el mes de septiembre, el día 9 para ser exactos (lo sé porque aquel día me invitaba a una copa). No, mi exabrupto era una reacción elemental ante esa putada que es la muerte de un amigo.
El lunes, a primera hora de la tarde, regresé a Barcelona y desconocía si ya habían enterrado a Javier. En La Vanguardia del domingo no venía esquela (se publicaría el martes), sólo leí un escrito de Xavi Ayén en el que decía que Javier iba a ser enterrado en el cementerio de Montjuïc, donde reposan sus padres, al tiempo que se hacía referencia a unas “despeses de l’enterrament” en las que estaban colaborando los amigos, “en no tenir (Tomeo) família”. Eso último me extrañó, porque Javier podía no tener familia, pero no andaba escaso de dinero. Así que lo primero que hice al llegar a Barcelona fue llamar a Ignacio Martínez de Pisón, aragonés y escritor como Tomeo, y buen amigo suyo, quien me dijo que el funeral laico, la despedida de Javier, sería mañana (martes) en el tanatorio de Les Corts, al mediodía. Y el martes me fui con mi mujer al tanatorio donde al llegar me encontré con Pisón y un grupo de amigos quienes nos dijeron que había habido una confusión –pero de quién– y que la despedida “sería mañana”, en el mismo sitio y a la misma hora (tal como se decía en la esquela que, por fin, La Vanguardia publicaba aquel día). Lo cierto es que todo empezaba a parecerse demasiado a una de esas extrañas historias que solía contar Tomeo: los errores del La Vanguardia al dar en la portada la noticia de su muerte, los amigos haciéndose cargo de los gastos del entierro, la tumba en Montjuïc, junto a los padres (cuando Tomeo sería enterrado en su pueblo, en Quicena), la confusión sobre el día de la despedida, el comunicado del hospital del Sagrado Corazón afirmando que, contrariamente a lo que se había dicho en todos los medios de comunicación, la causa de la muerte de Tomeo no había sido una “infección hospitalaria” y, para colmo, ese señor al que vi el martes en Les Corts con un libro de Tomeo en la mano. “¿Para qué lo llevará?”, me dijo Pisón. “¿Para que se lo firme Javier? Estaría bueno que Tomeo no se hubiese muerto y que todo esto no fuese más que
La mirada de la muñeca hinchable, Juan de la Parra y de Follahondo, que en la página 106 nos confiesa: “Supongo que todos los vecinos me odian porque soy distinto”. Yo no sé si los vecinos de Tomeo solían leer sus novelas, pero apostaría a que no. Y lo digo porque los vecinos se comportaban admirablemente con el raro escritor aragonés, que les hacía reír con sus chistes, como aquel de aquel tipo que va a un concurso de la tele y se presenta: “Me llamo Juan Unamuno y tengo una polla de 30 centímetros”. “¿Una qué?”, le pregunta perpleja la presentadora. “Unamuno, como don Miguel de Unamuno”, le contesta el tipo. Todos querían a Tomeo, en especial los niños, que le adoraban, y los perros (hay muchos perros en el barrio), que movían el rabo contentos cuando le veían llegar. Hasta mi gato Maurizio, al que Tomeo vigilaba desde el paseo cuando éste asomaba algo más que su cabecita por la ventana (llamaba con el móvil y decía: “Juanito, se te va a caer el Mauri” y luego se olvidaba de colgar). Y es que no todo el mundo puede permitirse el lujo de tener de vecino y amigo a un escritor excepcional, a un tipo raro que desnuda la ciudad, que desnuda a sus habitantes y les lava, les frota las caras con sus manos hasta conseguir que asome, entre inquietante y divertida, la sonrisa de sus propias calaveras.
En la despedida de Tomeo noté a faltar la presencia de muchos escritores, de una u otra lengua, como la de las gentes del teatro y, si me apuran, hasta la del mismísimo ministro de Cultura, ese desagradable personaje que se llama Juan Ignacio Wert. Y es que cuando yo ejercía de crítico teatral, asistí en París, junto a mi amigo Javier, a un hecho insólito. Tres teatros de Estado, la Comédie, la Colline y el Odéon, representaban en sus respectivos escenarios una obra de Javier Tomeo, un texto adaptado (por otro) de sus estupendas novelas. Eso no había ocurrido jamás en París, ni con Arrabal, cuando le daba por escribir cartas a Franco, ni con García Lorca, ni con don Pedro Calderón de la Barca. Y pensar que a Tomeo le aburría el teatro (salvo las actrices, si eran guapas, y alguna que otra acomodadora). Era un tipo raro, Javier. Te echaremos a faltar, amigo.

miércoles, 19 de junio de 2013

Para mi ya es historia . . .

... de todos modos, por si alguien quiere saber más sobre el asunto, aquí os dejo una buena filmación de una 'colicistectomía laparoscópica' como la que me practicaron ayer. Absteneos si sois demasiado pusilánimes con estos asusntos de la salud y las técnicas modernas...
http://www.youtube.com/watch?v=n18zxNGJdLE

Yo sólo puedo deciros que me encuentro perfectamente y que debo agradacer a todo el personal médico-quirúrgico del Hospital San Rafael de Barcelona su buen hacer profesional y la amabilidad y cercanía que tanto facilitan la vida del paciente en estos trances para los que tenemos siempre una insuficiente preparación, un miedo razonable a lo desconocido y una necesidad de hallar confianza en las personas que se ocupan de nosotros. Yo lo tuve y dejo constancia de ello.
Una vez más, gracias a todos los que habeis estado atentos a la jugada y me dísteis ánimos. 

viernes, 3 de mayo de 2013

Volvendo de Itaca...

De volta do encontro da Gloriosa, fago un alto no Camiño, en Haro, a capital do Rioja, que non da Rioja. É o momento da reflexion. Como sempre, a viaxe non é otra causa que unha viaxe interior, por mais que se poñan kilómetros de por medio. Sempre a viaxe a Ítaca. Parafraseando a Kavafis, o importante non é chegar, o que verdadeiramente trascende é facer o camiño. "Non che ha de dar Ítaca nada que non che teña proporcionado o propio camiño". E ise camiño sublima as coordenadas de espacio e tempo. No momento que te pos a andar, o espacio ten unha relativa importancia; igual acontece co o tempo, que se fai elástico, se encolle e estira, como os reloxes blandos dalinianos; non son horas de sesanta minutos xa. Síntome coma Hans Castorp, o protagonista da "Montaña Máxica", de Thomas Mann, camiño do sanatorio suizo onde o seu amigo convalece.
O pretexto da xuntanza dos esforzados da Gloriosa do 56, cómpreme ben pra volver a experimentar ista vaguedade, esa fugacidade do tempo, mais ben 'suspensión', nun espacio que escapa por baixo dos menús pés, das rodas do meu fotingo.
Ainda non volvo á casa. Sigue, pois, a miña experiencia viaxeira.
Seguirá, tamén, ista narración.