lunes, 27 de agosto de 2012

Sobre el vino...

Mi buen amigo, Pedro A., me envía unas reflexiones de nuestro recordado Padre Altisent, monje de Poblet, verdadero espíritu religioso y hombre de fe.  Fueron muchas las horas que, mi amigo Pedro y yo,  pasamos con Dom Agustín, en el locutorio de la Abadía benedictina con este singular monje...

 










Agustín Altisent – Reflexiones de un monje


Sobre el vino:

“(…)
Los vinos, las vides y las viñas me recuerdan, por ejemplo, a la Iglesia católica (…), porque el catolicismo posee (hablando en general) sobre el protestantismo una ventaja clara: está más lleno de salud. Y si no, ¿pueden ustedes, por ejemplo, concebir una ley seca como la que se dio en cierto momento en los Estados Unidos, fuera de un país que, como aquel, esté edificado sobre el puritanismo? El catolicismo es humano: ama sí, por encima de todo, los superiores bienes del Espíritu, pero sostiene también que los de la materia y el cuerpo vienen igualmente de Dios y van a Dios. Más aún: que la materia es por sí misma religiosa y vive naturalmente arrodillada: sólo el ángel pudo y el hombre puede torcerse por su perversidad. El anonimato silencioso de la materia es el de su bondad (…)

(…) El catolicismo, en su equilibrio, valora por encima de todo y como criterio orientador lo divino (a veces aparentemente subversivo de lo humano natural, a causa del pecado), pero venera a la vez lo natural como obra de Dios.

El vino es bueno ¡incluso teológicamente! Nuestra religión no le teme a la alegría mientras sea sensata, aunque nuestra fe es especialmente afecta a aquella alegría que procede de la pureza del corazón de los que verán a Dios. El catolicismo puede a veces ser ascético, místico otras veces, pero también y en general, ama lo visible, lo volumétrico, lo resistente, aquello que puede verse y tocarse. ¿No se encarnó Dios? La sacramentalidad y la jerarquización católicas, que consagran la materia y lo visible continuando la Encarnación, son construcciones grandiosas. Y en este punto, la deuda que tiene el catolicismo para con Italia es enorme. Esta integración de los cuerpos, las formas, los líquidos, sabores y colores en lo religioso (presente ya en la sacramentalidad hebraica), en las antípodas de todas las neurosis abstemias y dirigido todo ello hacia el Padre en una especie de lenta Elevación de la Hostia Cósmica, esta integración, digo, no aparece tan clara en el norte europeo, tembloroso de brumas y vaguedades, ni en el austero monacato del Próximo Oriente. Y a Italia (y a Grecia absorbiendo Oriente, es decir, a Bizancio) se debe eso en gran parte. La gran angustia del pecador, solo ante Dios que no le habla, o los rigores del monje tebano en sus extremadas penitencias físicas, parecen olvidar que Dios es comunicación gratuita, expresión y, finalmente, comunión, y que el Génesis nos lo presenta gozándose con las cosas que crea para nosotros: “¡Es estupendo!”, se dice Él cada vez que ha creado un nuevo ser. Y como los crea plagiándose a sí mismo y expresándose en lo visible para que le veamos en todo, parece como si se dijera enternecido: “Se me parece en algo. Tiene el aire de la familia… Será bonito para ellos que se acostumbren a mis rasgos”.

Habiéndose Dios manifestado en lo visible y aún a pesar de la infiltración posterior del pecado, ¿cómo podría su Iglesia considerar perversas las cosas? No: el Mediterráneo ayudó a los viejos textos bíblicos a alejarse de las torturas de los países de contornos inciertos (ya por sus nieblas ya por sus desiertos). La angustia del hombre ante el Dios-totalmente-otro o la extrema dureza del monacato próximo al Asia y el del Asia misma, pueden, es cierto, ser integradas también por un espíritu cristiano, por lo que tiene éste de universal. Pero ¡cuánto se echa de menos en ellas la plenitud de la salud católica!

No es quizá inoportuno recordar estas cosas, porque a nosotros, católicos o no, de estas latitudes, nos gusta alegrar una comida o una conversación con algunas copas de nuestros ilustrísimos vinos.”